Durante muchos años, la libertad de expresión fue un juego bastante peculiar en nuestro país. Si bien se aseguraba que todos podían dar cauce a sus ideas libremente, en realidad la censura era especialmente fuerte, casi siempre disfrazada de cuestiones burocráticas, o ejercida de forma brutal en secreto. Por ello, muchos directores debían de moverse en esta delgada línea, doblando los límites hasta donde podían, pero sin atreverse a romperlos. Fue en este clima en el que el director Julio Bracho lanzó La Sombra del Caudillo. Basada en una famosa novela del mismo nombre, era una crítica feroz al Maximato, aunque con los nombres debidamente alterados para que no fueran identificables. Sin embargo, no cabía error sobre los personajes que estaban detrás, por lo que fue detenida literalmente a horas de su estreno, y fue enlatada de manera rápida, pero discreta. Durante años, fue una suerte de leyenda urbana, y sólo hasta fechas relativamente recientes pudo salir a salas. Hasta la fecha, ha quedado como la prueba vivente de esa «libertad de expresión» disfrazada que se vivió durante décadas.