Bardo. Falsa crónica de unas cuantas verdades. México, 2022.
Dir. Alejandro González Iñárritu.
Reparto: Daniel Giménez Cacho, Griselda Siciliani, Ximena Lamadrid, Iker Sánchez Solano,
La muy esperada película de Alejandro González Iñárritu llega por fin a salas mexicanas, después de su paso por festivales (incluido el de Morelia) y antes de su estreno mundial en la plataforma Netflix. La espera había generado enorme interés, no sólo por tratarse de uno de los directores mexicanos más laureados fuera de nuestro país, sino por la polémica levantada durante su proyección en la Muestra de Cine de Venecia.
El dos veces ganador del Oscar presentaba su película más personal, en tono onírico y surrealista que le valió malas críticas por parte de la prensa internacional sobre todo, debido a su estilo fantástico e incoherente, su larga duración y su carácter un tanto pretencioso.
Y la verdad es que la película sí es todo eso. En su estreno en cines se le editó para reducir media hora de duración -siendo de todos modos larga, ya que dura como dos horas y media- además de que en todo ese tiempo, la cinta no cuenta otra cosa más que las reflexiones del director acerca de la vida, la muerte, la migración, la violencia, el mundo del espectáculo y la farándula. Es decir, no hay más que un discurso individual, propio. Un concierto de una sola voz, digamos.
Pero contrario a lo que pudiera pensarse, eso no la demerita como hubiéramos creído. Podremos estar de acuerdo o no con el punto de vista, pero eso no le quita el oficio cinematográfico tan pulido con el que está hecha la cinta. Este manifiesto surrealista logra entretener, conmover, mover a la reflexión, e incluso comprender las paradojas personales que le animan.
En este tenor, es claro que la cinta es una disertación artística, que a ratos resulta profundamente superficial. Y es quizás por ello que se le acuse de pretenciosa: todo se trata de un mexicano que migra en condiciones distintas a la mayoría de las personas, que pierde un hijo, que condena la violencia aunque no la viva, que señala como abyecta una pobreza que desconoce. Sin embargo, la película tampoco se propone como denuncia, ni expresión de una postura política. Es un sueño y nada más.
Pero si bien el discurso confunde, la cinematografía de Darius Khondji, no. Un trabajo impecable que despliega todo tipo de imágenes oníricas, sonidos y un cuidado soundtrack – ¡que incluye a David Bowie!- llenan de contenido visual la travesía conducida por un Daniel Giménez Cacho que no duda en echarse la película sobre la espalda.
Desde luego, yo no compararía este trabajo con Bergam o con Fellini sólo porque hay tomas similares o lugares comunes, incluso ni con Tarkovsky sólo porque haya una escena en un cuarto lleno de arena. Creo que el de Iñárritu es un discurso muy suyo, que lo único que hace es reconocer sus influencias. Y en el fondo, quizás lo más destacable es la valentía de abrir sus obsesiones, de mostrar sus fantasías e intentar hacerlas colectivas. No estoy segura de que lo haya logrado, ni de que la idea haya sido bien comprendida: para alguien que como yo, sólo le queda asumirse como espectadora.
Al final, puede que el sueño de Iñárritu no atraviese verdades atávicas ni universales. Pero se necesita valentía para exhibir verdades íntimas. Y en eso la película cumple. Verdades o mentiras, toda la vida es sueño. Y los sueños, sueños son, como ya decía Calderón de la Barca.