Llega a su fin la que algunas voces ya proclaman como una de las mejores series de nuestros tiempos. En franca competencia con la que nos presentó a este universo de origen – Breaking Bad- Better Call Saul se despide por todo lo alto, dejando a su numerosa fanaticada entre nostálgica, eufórica y satisfecha.
Valdría la pena entender las razones de su éxito a partir de la peculiar forma en que sus creadores Vince Gilligan y Peter Gould, construyeron un relato cargado de detalles, eventos concatenados, giros de tuerca, transiciones improbables y personajes trágicos, como pocas veces hemos visto en la pantalla chica. Pensando además que todo eso no se contaba para el género de fantasía o la ciencia ficción, sino para un drama terrenal que tenía al narcotráfico de fondo.
Y no es que no sepamos que las historias de antihéroes, la mafia o el narco son extremadamente populares. De hecho Walter White de Breaking Bad, mucho le debe a Tony Soprano y Lalo Salamanca y su familia a la serie Narcos México. Pero lo que de verdad no habíamos visto, es esta increíble combinación de tragedia en caída libre que va consumiendo a su paso todo lo que le rodea. Sin triunfalismos ni poses o lugares comunes, Gilligan y Gould construyen un relato donde el crimen no paga, contado en un espectacular lenguaje cinematográfico que no deja a nadie indiferente.
Tanto Breaking Bad como Better Call Saul son historias de transformación y de caída en descenso a la maldad y la locura, de eso no cabe duda. Pero en Better Call Saul, la transformación es menos violenta y más trágica en cuanto se van reduciendo los espacios de elección. Un Jimmy McGill (interpretado magistralmente por Bob Odenkirk) que pasa de gracioso estafador a abogado sin escrúpulos, es menos radical – aunque igualmente impactante- que la de un profesor de química que termina desangrado en el piso.
La importancia del contexto hace que veamos a este estafador como «el chico de al lado», el que no tuvo oportunidades y quiso dejar de ser un fracasado. Jimmy McGgill es el sueño de todos los “pobres diablos” del mundo, y por eso es fácil entender su despertar de pesadilla. Es quizás por ello que nada se deja al azar, cada personaje contribuye a la transformación, algunos de un modo que quizás no hubiéramos esperado. Esa puede ser la explicación de por qué la serie engancha, genera muchísima curiosidad por la próxima sorpresa, el próximo cambio de planes, la siguiente fase de transformación.
Y si a este peculiar estilo narrativo le agregas un gran cuadro de actores, el resultado es un éxito rotundo. Rhea Seehorn hace un trabajo increíble como la abogada Kim Wexler, columna vertebral y referente moral de toda la historia. ¿El secreto? No la vimos venir. Para llegar a la última temporada y mirar ese trabajo actoral tan pulido, el personaje ya encontraba a la actriz en su punto, después de 6 temporadas de continua deconstrucción.
Actores como Tony Dalton o Michael Mando, entran y salen de personajes tan bien escritos que no dejan duda de sus conflictos o motivaciones. Y para cerrar, dos viejos conocidos que replantean lo que ya les habíamos visto: Jonathan Banks y Giancarlo Esposito, que incluso logran que si los volviéramos a ver en Breaking Bad, los leeríamos de modo muy diferente.
Por todas estas razones, es claro que hablamos de una producción cuidada hasta el mínimo detalle. Una historia de elecciones, culpa y redención. Una historia de amor entre juicios legales y luchas del narco. Una alegoría acerca de para qué querríamos una máquina del tiempo, si no fuera para huir de nuestras culpas y malas decisiones. Y en eso, es absolutamente imposible para el público no sentirse directamente interpelado, quizás por ello, nos tardaremos mucho en olvidar a Saul Goodman y su increíble transformación en caída libre.