
El pasado 31 de agosto de 2013, en punto de las 11:00 horas en la Capilla Exenta de la Plaza Fray Andrés de Castro de la Ciudad de Toluca, y en el marco de la Feria Nacional del Libro, FENIE 2013, promovida por la Universidad Autómoma del Estado de México, se presentó el libro «El Refranero Pulquero» , a continuación presentamos este breve video, las imágenes y reproducimos integró el texto de José Luis Cardona Estrada, uno de los comentaristas de dicha presentación.
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Del Pulmex a Mi Vida es Otra: el regocijo de leer El Refranero Pulquero
Por José Luis Cardona E.
Camino de regreso de la escuela primaria a la casa de mis abuelos maternos, algunas veces mi madre —a quien nadie podría tener por desmedida ni menos por tener inclinación etílica— se detenía, y nosotros con ella, en una pulquería que estaba casi en el cruce de Morelos con 5 de Mayo; de hecho, en esta última calle. Compraba un litro (¿dos?) de pulque que llegaba a compartir con mi abuela —mujer igualmente intachable porque lo único que llegaba a tomar era un vaso del babeante líquido blanco y pare usted de contar.

De hecho, el gusto por el pulque venía de línea materna. Las tres hermanas de mi abuela María que conocí gustaban del pulque. Mi tía Lorenza, quien vivió mucho tiempo en Santiago Tianguistenco, no le hacía ninguna mala cara al Neutle. No viene a cuento, pero ella algo tuvo que ver con el Carlos Hank niño: cuando menos conoció al “Güero”, como le decía. Muerta mi tía Lola, la más joven y sensible de las tres, unos años después la mencionada tía Lorenza y la tía Trinidad fueron asesinadas de una manera difícil de describir: ellas que tan pacifistas eran por religiosidad y soltería, y porque, muy de vez en vez, se tomaban un pulque, que yo siendo niño no conocí como bebida que llevara a la violencia, a diferencia del tequila, el ron o el brandy que en la cantina cercana a la casa de los abuelos, mal llamada La Palma, era escenario frecuente de violentas y sanguinarias peleas. No así en la pulquería de 5 de Mayo, ni en otra que estaba a unos pasos de Josefa Ortiz, cerca de Ignacio Pérez, que era atendida por un señor que vestía pantalón de peto, un sombrero bonito de palma blanca y una pata de palo. Aquellos asesinos de la madrugada del 1 de septiembre de 1975, estoy seguro, no tomaban pulque, lo que sí sé, porque luego se lo dijo la policía al periódico, era que fumaban marihuana, aunque tampoco quiero decir que para matar haya que fumar la yerba que huele a petate: he conocido mariguanos muy pacíficos.
Por parte de mi abuelo materno, quien casi dio la vida por la Hacienda de La Huerta cuando entraron los zapartistas en el último tercio de 1914, era mi tía Ester, a quien le que gustaba el carablanca tanto como a su hijo, mi querido tío Roberto, quien, hijo de capitán pero con madre soltera, creció manejando camiones urbanos que abrían rutas increíbles por Santa Fe, en la capital del país. Mi tía abuela y mi tío, primo de mi madre, fallecieron ya, pero siempre los recuerdo con dos sonrisas, la de ellos a mí y la mía a ellos.
El pulque era la bebida de todos los viernes en el tianguis que se ponía alrededor del mercado 16 de Septiembre y las pulquerías que se negaban a morir se mantuvieron en el centro de la ciudad hasta hace años, incluida una sin nombre (qué extraño) que estaba en Sor Juana, entre Lerdo y Santos Degollado. Vio tomar pulque durante toda mi infancia, porqque acompañaba a mi abuela oi a mi madre al descomunal tianguis que ocupaba calles y calles.
En la adolescencia supe de La Bufa y El Lagarto, y en particular de una encantadora pulquería que estaba en las cercanías de la cabecera municipal de Metepec, en San Francisco Coaxusco, hoy atravesado por el fraccionamiento San Carlos y por Infonavit San Gabriel.
No se necesita mucha imaginación para inferir que la pulquería llevaba el exacto nombre de la serie policiaca de moda en los setenta por las interpretaciones de Karl Malden y un muy joven Michael Douglas: “Las Calles de San Francisco”. Así que cuando mi tío-padrino-compadre Agustín, mejor conocido como Taurino, mi tío Reynaldo y mi padre, cuñado y concuño, respectivamente, de los otros dos, decían a las 11 de la mañana de cualquier domingo “vamos a ‘Las Calles de San Francisco’”, nos íbamos a Metepec.

Digo en plural porque el viaje lo hacíamos mi hermano Gabriel, a quien le sigue gustando el pulque, y Francisco, médico especialista que dejó de tomar pulque en la facultad porque le contaron no sé qué cosas de cierto proceso de fermentación digamos poco aceptable para la salud, del que he oído mucho y visto nada.
Más del pulque como recuerdo personal antes de entrarle al libro de Maira Mayola Benítez.
El ya mencionado doctor Francisco disfrutó también de adolescente casi niño sus buenos pulques en El Oro, donde don Tomás, empleado de mi padre, era todo un especialista en extraer y tomarse el pulque, hasta que fue operado de un dolor en el pecho que le impedía comer en paz. Resultó que después de echarse varios litros del fuerte néctar magueyal se tragó una placa dental, la cual echó de menos pero no imaginó atorada en su esófago.
Qué comilonas aquellas en la casa de don Tomás, entre barbacoa fina y pulque más fino todavía. A esas pachangas le encantaba ir a mi tía María, hermana de mi madre y cuñada de mi padre, y gran devota del pulque que nunca, nunca, decía, le afectaba la úlcera, producto de las muchas rabias que hizo mi tía por los más graves e inverosímiles motivos, como por ejemplo que mi tío Reynaldo, del que ya hablé como visitante de la pulquería “Las Calles de San Francisco”, disfrutara la vida.
Mi querido amigo Alberto Soto Sánchez, compañero en la facultad de Ingeniería pero que resultó economista y servidor público, era devoto del Muchachero, y era capaz de tomarse cinco litros en los vasos de una pulquería que estaba en Gómez Farías y Allende. Los extraía de las catrinas que mi primo Antonio bautizó como Túnel del Tiempo, porque una vez que te lo empinabas no le veías el final al vaso.
Alberto se confío un día cuando después de haber presentado un examen de siete horas de Estática (la rama de la Física, para no echar malas cuentas en los equilibrios de los cuerpos) se fue con Antonio y conmigo por los rumbos de Santiago Tianquistenco a festejar un colado de primera planta. Desvelado y en ayunas, no soportó dos vasitos del Fuerte y se cayó en la grava y luego despertó en la Cruz Roja de Toluca, adonde lo llevamos espantados. De recuerdo le regalamos los boletos de cooperación que nos dieron. Por esos años se hizo novio de la que su esposa, Paulina mejor conocida como Pavis, quien le pedía casi como súplica: “mi amor, toma lo que quieras, pero no pulque, porque hueles mucho”.
Alma David Reza estudia Sociología y ha sido mi alumna. Es una festiva y ruda defensora del Caldo de Oso, al que considera víctima de la sociedad de clases que lo ve como bebida de pobretones. A ella están dedicadas estas líneas que, como se ve, han sido provocadas por el excelente trabajo de Maira Mayola Benítez Carillo, quien presa de la humildad es, sin embargo, una experta en la historia y en todo lo que rodea a la bebida más mexicana que hay, al menos en el Altiplano central, desde los tiempos prehispánicos.
Libro sencillo y humilde como su autora, El Refranero Pulquero está llamado a ser un clásico por el cuidadoso recuento que hace de refranes, nombres con que se conoce al Tlachicotón, nombres de pulquerías (delirante lista llena de sorpresas que amerita todo un estudio semiótico), canciones y textos dedicados a la historia del Viagra Natural y al olvido en que ha caído.

Este libro es en realidad un acto de amor a cientos de años de historia y a las generaciones que nos preceden, y en particular a una bebida prodigiosa, amable y festiva, pero seria y que reclama seriedad. Es un acto de amor también porque está ilustrado por gente de la talla de Ángel Mora, Sixto Valencia, René del Valle, Alberto León Abad, Héctor García, César Hernández y Carlos Jiménez, creadores e ilustradores de tanta prosapia de personajes enraizados en el ñanimo de la gente como Chanoc, Memín Pinquín, Kalimán, El Pantera, Pelón y Cabezón, nada más para que la lista no se haga más larga.
Desfilan por aquí y allá textos de Renato Leduc, Carlos Monsiváis y otros conocedores a fondo de la cultura popular, así como alguna canción de Ferrusquilla y un conjunto de testimonios que rebasan la anécdota y, sin ánimo reaccionario, nos llevan a pensar que el pulque no puede ni debe desaparecer de la cultura popular, pues todo lo relacionado con la Crema de Maguey está enraizado no solo en la vida rural, campesina e indígena, sino en los orígenes de la vida urbana.
Luego de leer este trabajo sincero y emotivo, queda la impresión de que el Octli ha vivido un proceso ineludible de desplazamiento del centro a la periferia desde los tiempos prehispánicos, el mismo que han vivido generación tras generación los pobres y los humildes, los marginados y excluidos, aunque se quiere olvidar que en el México anterior a la Conquista, la Champaña de Papatzin era consumida muchas veces solo por sacerdotes y aristócratas de los grandes pueblos que nos dieron la mitad de nuestro ser histórico.
Una mención aparte merece, como lo adelantaba algunas líneas arriba, la lista de nombres de pulquerías, fruto en muchas ocasiones de la más delirante de las imaginaciones y producto de un ingenio que por momento parece ilimitado, porque a ver, dígame usted a qué le suenan “La Postura Correcta”, “El Último Día de Pompeya” o “El Recreo de mis Placeres”, por solo mencionar tres de un tirón enorme.
Maira Mayela Benítez Carillo ha compuesto un libro ameno y lleno de humor, pero también nostálgico con olor a un México que no termina de irse, pero que empezó a despedirse hace décadas con los procesos de modernización e industrialización, y con el surgimiento de las clases medias y la burguesía que dejó de administrar los ranchos y las haciendas pulqueras y pasó a ocupar más privilegios en el México posrevolucionario.
El libro da para tomar algunos de los cabos que deja sueltos, por ejemplo la relación entre pulque y religiosidad, el origen de la creatividad bautizadora de pulquerías, el rechazo clasista a una bebida que está vinculada profundamente a la historia del país, la apertura de la pulquería como espacio de convivencia y camaradería, el lugar otorgado a las mujeres en el mismo espacio como reservado pero con un acceso de pleno derecho, lo que no sucedía con las cantinas antes de que se hicieran restaurantes familiares.
Como a mí, estoy seguro que a muchas y muchos de los eventuales lectores del libro les vendrán ganas de hacer un repaso de su historia personal alrededor del Tlachical.
Para Maira Mayola este trabajo significó, sin duda, un repaso de los lugares y sus significados por las colonias y barrios de la Ciudad de México, así como por los campos pulqueros de la propia capital y los estados de México e Hidalgo, sobre todo, aunque no de manera exclusiva.
Para la autora, el Nochocle es oportunidad de revisar su biografía y la de sus seres queridos, de recuperar una memoria que no se ha ido del todo y de caminar por entre los magueyes para decir que hasta Quietzacóatl y Nezahuacóyotl llevaron a sus respectivos labios el Tlachique, para gloria y festejo de las generaciones posteriores.
Felicito a Maira Mayela y a todos los que hicieromn posible este trabajo sensible y honesto, al que deseo larga vida en manos de sus lectores y lectoras, tanta como espero que siga teniendo el gran pulque del que, por cierto, solo he tomado tres vasos en toda mi vida, uno de los cuales, el más sabroso, tenía un líquido muy poderoso obtenido de los magueyes de Santa María del Monte.
¡Salud!
