Por Lilia Villanueva
El Avatar de esta sección es una cortesía de la autora y de Oscar Bazaldua
No me avergüenza decirles en este foro no haber leído desde niña esas historias a las que mi madre llamaba cuentitos… pero tampoco me alegra. Cómics e historietas eran prohibidos en mi casa por “malos, pecaminosos y distorsionantes del lenguaje”. Como yo fui obediente en mi niñez, nunca me atreví a hojear una sola de esas revistitas que una de mis tías tenía regadas en su sala. Sin embargo, mi afición por libros y revistas siempre estuvo conmigo, desde que en la primaria publicaba adivinanzas en el periódico de la escuela.
El funesto error de diciembre de 1995 me tomó, como a muchos, de imprevisto: recién estrenando el título de socióloga, y viviendo sola. Después de que Carlos Salinas les hizo creer a muchos que México ya era un país del primer mundo, la venda cayó, y fuimos azotados por una de las peores crisis económicas que ha vivido nuestro país.
Algo tenía que encontrar para comer. Mientras las pequeñas editoriales agonizaban, las grandes despedían a los trabajadores de planta. Pero Toukán y Mango fueron las únicas que publicaron un anuncio en el Excélsior solicitando una correctora de estilo. Comencé borrando cartones y haciendo una corrección ortotipográfica de una manera tan artesanal como meticulosa. Ese fue mi primer contacto con las historietas, a las que llegué por mera necesidad.
Al principio, una especie de culpa me punzaba en los ojos cada que leía las tramas. Pensaba: lo que estoy haciendo es reproducir la cultura dominante en decadencia, ¿cómo es posible? ¡soy parte de los medios de comunicación masiva, que producen y reproducen un “entretenimiento” que enajena a las masas, las idiotiza y las coerciona! Ahí estaba yo, racionalizando, como siempre, todo.
Hasta que el disfrute por la lectura de esos guiones me fue tomando poco a poco, y hasta entonces, todo cobró sentido. Me dije, a ver, si no quiero tener contacto con los mass media, ni quiero reproducir una cultura enajenante y decadente, si no quiero que me coercionen, pues me voy a vivir a una isla. No cabe duda que esos argumentos académicos nos vuelven agrios, intolerantes, apáticos críticos y racionalistas de todo, hasta de los pequeños placeres de la vida.
También me hacía ruido mi educación familiar, (doblemoralista, como la de casi todas las familias mexicanas católicas). ¡En la madre, pensaba, cuando en mi casa les cuente para decirles que trabajo corrigiendo los cartones para los “cuentitos” se van a infartar! Pero ¡¿qué más daba si me divertía tanto leyendo las historias?! No me importaron ni los dedos resecos y partidos por la goma, ni mis manos manchadas de wash. Yo quería aprender y disfrutar de las historietas.
En aquél entonces, en Toukán y Mango contaban con poco personal y sus oficinas ocupaban dos pisos. No había checadores, policías, rejas, ni prohibiciones para salir a comprar gansitos y cocas a la tienda. El material para trabajar se proporcionaba sin necesidad de recurrir a prácticas por demás divertidas, como entregar los correctores y bolígrafos vacíos; los lápices enanos de tanto afilarlos y los pedazos de goma apenas sostenibles con dos dedos. Ahora que lo pienso es una práctica no sólo divertida, sino protectora del ambiente, pues Toukán y Mango quizá ahora tiene personal encargado de reciclar esos desechos, por eso los exige a cambio de materiales nuevos… Bueno, pero me estoy desviando del tema (o estoy desviada desde el principio y no me he dado cuenta).
El caso es que en edición sólo estábamos Jaime y Germán como editores de Toukán y Mango, respectivamente; Leonor Rey como asistente y yo como correctora. En recepción habían sólo dos chicas, en distribución otras dos, en contaduría igual y en diseño no recuerdo bien, pero a lo sumo eran 10. Los dibujantes, guionistas, portadistas y letreristas también eran pocos.
El trabajo siempre fue arduo, pues las publicaciones semanales siempre exigen andar corriendo. Poco a poco, empecé no sólo a tomar experiencia en los guiones, sino a capacitarme. Aprendí mucho de los Flores, pero también de Leo y de Martitha, una señora amable y simpática. Me puse, pues, a leer libros sobre la metodología para escribir guiones, guiones de cine, aquellas historietas mexicanas de antaño que nunca leí, así como comics, mangas, tebeos.
No recuerdo cuántos títulos diferentes se publicaban a la semana cuando llegué a Toukán y Mango, pero se incrementaron con el paso de los meses. Se contrataron entonces cuatro chicas para corregir los cartones y me quedé a su cargo (entre ellas Verónica Vázquez y Juanita Tinoco, que en paz descanse, amigas desde la universidad). Ya para entonces, me encargaba de “bautizar” a las revistas, corregía guiones, coordinaba entre ocho y diez historietas distintas y planeaba historias junto a algunos autores (pero sólo algunos, los que no se negaban a hablar conmigo, en aquel tiempo chamaca inexperta, pero qué digo, lo mismo sucedía con algunos dibujantes, que sólo se entendían con el “alto mando”, y que regularmente eran los mejor pagados).
Poco después se fue Leonor y entonces me convertí en asistente de los editores. Las “divas de las historietas” que antes no se me acercaban porque no sabían trabajar si no era con los editores, tuvieron que tratar también conmigo, todos, excepto Ricardo Rentería, guionista en aquel tiempo de Almas Perversas y algunos otros títulos (lo bloquée de mi recuerdo al ver cómo pasaba sus recibos que superaban lo que yo ganaba hasta en un mil por ciento).
Ya para 1998, el trabajo empezó a hacer estragos en mi salud. A veces trabajaba hasta doce horas, incluidos sábados, domingos y días festivos. Yo creo que en aquel tiempo me puse en oferta de manera inconsciente, pues daba más por el mismo precio, por un salario que sólo contemplaba un trabajo de ocho horas diarias con una para comer, de lunes a viernes. No tenía seguro social, pues cobraba con recibos de honorarios y cargaba con buena parte del trabajo a mi casa. ¡De veras que sí que me había convertido en una ganga!
Pero en Toukán y Mango pasa lo que en muchas otras pequeñas y medianas empresas mexicanas en el ramo editorial: se invierte poco, se remunera mal y se quiere todo rápido, bien, sin “jeta” y encima “bara bara”. Pero no sólo eso, se pretende que con poca distribución, escasa promoción y nulos estudios de mercado se obtengan más y mejores ventas. Y al final de cuentas las decisiones empresariales, ésas, las importantes, no son planeadas, ni estudiadas y como buenos mexicanos, ahí van, como el Borras, pariendo, abortando y matando títulos y proyectos.
Entiendo que los costos del papel ya son insultantes por lo elevados, que los costos de impresión y fletes también son caros, que las políticas públicas no apoyan a la industria editorial, y mucho menos a la mal llamada “literatura de a peso”, que tanto les espanta a los círculos más conservadores, que no existen incentivos fiscales, ni subsidios, ni nada. Pero todo forma parte de un círculo vicioso. Como decía una de las correctoras a mi cargo: “Yo hago como que trabajo, porque a mí hacen como que me pagan”. Yo en cambio, entre el gusto y el cariño que les tomé a las revistas, y mi forma de trabajar que rayaba en la obsesión-compulsión, le eché muchas ganas. Pero ese amor a ese arte no me dio más para sustentarme, ni para mantener la salud. (Qué raro que esto suceda cuando no se tienen los recursos más indispensables y se trata de sobrevivir con lo que uno ama: el arte y la creatividad). Dejé mi puesto en Toukan y Mango en 1998. Pero creo que los argumentos no quisieron irse tan fácil de mi vida. Así que continué corrigiendo guiones de manera externa, y así estuve hasta 2004. Ahora tengo algunos proyectos como autora de mis propios argumentos al lado de Oscar Bazaldúa y espero que puedan ver la luz algún día. Lo que hoy creo es que ese idilio que comencé con los “cuentitos”, a pesar de mi educación y a pesar de otros amores que tengo con los libros y las revistas, nunca se acabará.
Lilia Villanueva