Por Lorena Loeza
El pasado cuatro de octubre de 2016, fallece en la ciudad de Cuernavaca, Morelos, Mario Almada, una de las figuras más populares y queridas de nuestro cine.
Oriundo de Huatabampo, Sonora, el también hermano de Fernando Almada, se convirtió en actor en 1965, habiendo participado hasta la fecha en cerca de 300 películas. El número es importante, porque la mayoría de ellas pertenecen a un género que incluso ahora es difícil de catalogar: ¿acción mexicana?, ¿western ranchero? ¿policiaco? ¿narcopelículas? ¿spaguetti western latino? La confusión acaba cuando nos referirnos a ellas simplemente como “películas de Mario Almada.”
Pero no es lo único que el actor acaba por construir de manera autoreferenciada. Almada y su hermano se ganan el favor del público mexicano y latino gracias a su consistente interpretación del justiciero. En la consolidación del cine como un fenómeno cultural de masas, destacadas son las figuras que contribuyen a poblar el ideario fílmico con figuras heroicas que defiendan los valores tradicionales de lealtad, honor y justicia.
Para los años 60 en que los hermanos Almada inician su carrera cinematográfica, la llamada época de oro del cine mexicano ya había concluido. La industria entra en crisis, atrapada entre el discurso y financiamiento oficialista y una incipiente industria de películas de bajo costo, que terminaría por convertirse en los populares “video homes”. Un México que transitaba de rural a urbano y que con añoranza recordaba a sus héroes populares más queridos, como Pedro Infante y Jorge Negrete. Algunos como el Santo toman la batuta pero de un modo diferente, porque las amenazas (vampiras seductoras, hombres lobo, alienígenas) no eran reales.
Los Almada recrean su mitología en un mundo de narcos, judiciales, delincuentes. Del western americano, toman la arquetípica personalidad del pistolero intenso, atormentado, dolido con la vida y con sed de justicia. De los héroes mexicanos, toman los valores tradicionales. Y de la época en sí, la sed de justicia en una sociedad desamparada por sus instituciones. Lo demás se cuenta solo. Éxito tras éxito, Mario Almada se va ganando el cariño de un público que gracias a estas historias junto a las sexi comedias, mantienen viva y rentable una industria que, sin embargo, nunca llegaría a las glorias de sus épocas pasadas.
De su filmografía vale la pena rescatar en primer lugar es Todo por Nada (A. Mariscal, 1968) por la cual recibe su primera Diosa de Plata como Revelación del año.
Otra cinta, El Tunco Maclovio (A. Mariscal, 1968) le vale una segunda Diosa de Plata como actor coprotagónico. Esta cinta es en realidad todo un ejemplo del Western a la mexicana, (también llamado chili western) a caballo entre el melodrama ranchero y las historitas de pistoleros, una suerte de tragicomedia en donde el héroe está atormentado por miles de sombras en su pasado, y lo que vemos en realidad es su paso para alcanzar el final feliz y la paz de su conciencia.
De las veces que se apartó de su género tradicional, está la Viuda Negra (G. Ripstein, 1977) una historia dramática basada en la novela “Debiera haber obispas” de Rafael Solana. Las escenas candentes con Isela Vega fueron de los más comentado, incluso el rechazo de su público que prefería verlo en sus papeles tradicionales. La película fue vetada por tocar el tema de un párroco (Almada) que sostenía amoríos con su ama de llaves. Era la época de López Portillo, y la polémica contribuyó a la leyenda de las películas censuradas y prohibidas.
Don Mario murió activo, filmado y haciendo lo que más le gustaba: defender al desvalido, ser un héroe dentro y fuera de la pantalla. En un México tan agraviado, es seguro que lo vamos a extrañar, porque la verdad es que sí. Andamos necesitados de héroes. Gracias y hasta siempre Mario Almada.