Narcos México no es cualquier “narco serie”. Estamos hablando de una de las super producciones contemporáneas a las que la plataforma Netflix le ha apostado con todo. El éxito comienza en 2015, cuando se estrena la primera temporada de Narcos, basada en la carrera criminal de Pablo Escobar, quien inicia como un pequeño traficante colombiano hasta convertirse en el capo de la droga más poderoso que el mundo haya conocido.
Son varias las lecciones que Chris Brancato, Erick Newman y Carlo Bernard – creadores de la serie- aprenden y aplican rápidamente para mantener el interés del público y a la serie con altos niveles de audiencia.
La primera, la de generar empatía con los protagonistas que son, antes que otra cosa, brutales criminales. Una fórmula probada con Los Sopranos (HBO, 2007) que marcaría un antes y después en el estilo de contar historias sobre la mafia y el crimen.
Nadie entendía bien a bien cómo un hombre tan desagradable como Tony Soprano, terminó por convertirse en un antihéroe tan carismático, al punto de omitir la escena de su muerte y dejarla a la imaginación del público, pensando en que sería un duro golpe para la enorme comunidad de seguidores y fans que la serie ya había acumulado para aquellos entonces.
La segunda, confrontar la visión de “los buenos” (en este caso los agentes de la DEA) contra la de los malos (los narcos) en medio de contextos y límites éticos un tanto borrosos, que hacen confusa esa separación. Un Pablo Escobar gentil con su madre, esposa e hijos, contrastaba con la imagen de un policía corrupto que intimidaba a trabajadoras sexuales para conseguir información.
Y la tercera es la sensación de que esto más que ficción, era un documental con valor histórico. El público podía reconocer hechos que de verdad sucedieron, sin distinguirlos del todo de las libertades creativas que se tomaron los narradores de la serie para contar su historia. Es claro que de todas las «narco series» que habíamos visto, esta parecía un tanto diferente por ser la versión de la DEA acerca de su participación en esta guerra contra las drogas, donde es claro que han sido más que meros espectadores.
Después de tres temporadas que culminan con la muerte de Pablo Escobar, los creadores de la serie decidieron seguir con tan exitosa fórmula, contando las historias de otros capos no menos famosos y no menos sanguinarios: los mexicanos.
Narcos México inicia contando la trayectoria en ascenso de Miguel Ángel Félix Gallardo, el célebre “Jefe de jefes”, responsable de la tortura y asesinato de Kiki Camarena, agente de la DEA que lo investigaba. La nueva temporada no escatimó en gastos, el elenco estaba encabezado por Diego Luna en el papel de Félix Gallardo y por Michael Peña como Kiki Camarena. Sin embargo, el fichaje de estrellas no acaba ahí. Prácticamente no hay actor mexicano destacado que no haya desfilado por algún capítulo de la serie: José María Yaspik, Damián Alcázar, Jesús Ochoa, Joaquín Cossio, Tenoch Huerta, Gerardo Taracena, Miguel Rodarte, entre muchos más.
La primera temporada termina con el asesinato de Camarena y la segunda nos cuenta el debilitamiento del cartel durante las elecciones del 88, cuando el Partido Revolucionario Institucional (PRI) sufre el primer quiebre electoral de su historia.
La narrativa finamente sucumbe a la tentación de contar estos sucesos con demasiadas libertades dramáticas. Posicionados los personajes principales, guionistas y directores no dudan en mostrarnos el aparente lado humano que los narcos tienen y no les conocemos.
Con problemas personales, envidias, celos e incertidumbre, los narcos de la pantalla resultan hasta filósofos, (“lo que define a un hombre no es lo que quiere, sino lo que desea” frase profunda y llegadora que se avienta Don Neto, personificado por Jesús Ochoa) con dudas existenciales sobre la vida y el amor, pero nunca acerca de las atrocidades que cometen y el poder acumulado gracias a ellas.
En esta temporada, la historia del año 88 devela la participación del narco en las elecciones que llevan al poder a Carlos Salinas de Gortari. La interpretación que hacen los guionistas los lleva a ignorar que los hermanos Salinas no necesitaban de un entonces muy joven Chapo, alterando actas en las casillas de los pueblos de Sinaloa. No le otorgan ningún crédito a otros poderes fácticos y corporativos, prefiriendo enmarcar el asunto con la historia de la sirvienta que es asesinada por los hermanos Salinas cuando eran niños.
Al final, no es que no tengan derecho de contar su versión de la historia – faltaba más- sino de cómo se romantiza a través de dramas personales, la historia que hoy vemos en forma de feminicidio, trata y una violencia desbordada. Estos narcos sofisticados y existenciales no parecen ser los mismos que desataron la corrupción y violencia que no ha podido ser contenida hasta a la fecha.
Presentar a los narcos con honor y amor a la familia, parecía ser la misma receta que hizo de Tony Soprano el antihéroe por excelencia. La diferencia es que Tony no existía y acá todas las personas son reales. Tan reales, que seguimos atrapados trágicamente en las decisiones que tomaron para construir el imperio que Félix Gallardo – en la piel de Diego Luna- imagina de frente al horizonte con la mirada ilusionada, en una toma abierta hacia el atardecer. Y por un momento, hasta pareciera que se trata de una escena inspiradora.