¿Por dónde empiezo? Uno de los grandes problemas con las que uno se encuentra tras el Saló es la terrible sensación de agobio y estrés que produce la gigantesca columna de novedades que ha crecido tras la compra compulsiva de estos días. Difícil, muy difícil, comenzar por algún sitio en particular, así que decido optar por la sabiduría del azar, que me lleva nada más y nada menos que a Tezuka, Don Osamu, y su Bajo el aire (Dolmen). Un voluminoso libro de relatos cortos que esconde tras una portada blandit, que parece adelantar historias más propias de figuritas de Lladró, una de las reflexiones más contundentes y despiadadas que recuerde sobre el ser humano. En la línea de las magistrales Ayako o MW, Tezuka se adentra en el lado más oscuro de la mente humana desde una perspectiva aparentemente moralizante, en las que el autor contrapone siempre opuestos, la maldad con la bondad, la honestidad con la corrupción, buscando un contraste del que uno podría esperar un mensaje conciliador, incluso humanista si se quiere.
Sin embargo, Tezuka se aparta radicalmente de la filosofía de obras como Astroboy para radicalizarse en el pesimismo sobre el hombre, en un descreimiento absoluto, decepcionado, sobre lo bueno que pueda salir de él. No hay clemencia ni compasión en el mensaje de Tezuka, ni siquiera se permite el beneficio de la duda: el hombre es un animal para el hombre, un depredador que no entiende las convenciones del bien y del mal, sólo las de la supervivencia y de la competencia. Hay, es cierto, una cierta idea de justicia poética en las historias de este volumen, pero alejada y apenas esbozada, dejada caer más como la esperanza de su existencia que como el convencimiento de su realidad.
Una obra demoledora, cuya dureza a veces nos hace olvidar la magistralidad narrativa de Tezuka, con una puesta en escena y composición de una fuerza inigualables. Lectura obligada (4).
Y sigo con el manga y con Dolmen, que me vuelve a sorprender con Jacarandá, de Shiriagari Kotobuki. Una obra completamente distinta, inesperada, que podría calificarse inicialmente como una obra de ciencia-ficción apocalíptica, narrando la destrucción que causa la aparición de un gigantesco árbol en el centro de Tokyo. Sin embargo, ya desde las primeras páginas es evidente que estamos ante una obra diferente: Kotobuki evita conscientemente tener protagonistas en los que el lector se pueda apoyar, para introducirnos rápidamente en una espiral de destrucción y caos. A medida que pasan las páginas, la muerte se va alzando como único protagonista de la historia, los pocos diálogos desaparecen para entrar únicamente en la narración del desastre, de la catástrofe.
Un Apocalipsis que va en crescendo continuo, haciéndose cada vez más y más crudo y descarnado. El dibujo va rompiéndose, simplificándose hasta quedar apenas en unos trazos de una expresividad brutal, como si nos introdujéramos en una versión desgarrada y exagerada de la famosa pintura de Munch. La violencia y el miedo son los únicos vehículos de la acción, el drama de los muertos y heridos deja de tener importancia . No hay más argumento: sólo dolor y brutalidad, barbarie y destrucción. Toda la capacidad tecnológica del ser humano se ve reducida a un montón de restos humeantes por un simple árbol.
Es evidente que este planteamiento de enfrentamiento entre la naturaleza y el hombre no es nuevo, ni mucho menos (de hecho, está en la base de toda una parte de la cultura popular japonesa, con Godzilla a la cabeza), pero creo que lo que plantea Jacarandá va mucho más allá de la reflexión ecologíca: es una especie de reivindicación poética de la destrucción, una obra donde sólo hay sensaciones y sentimientos. No hay tiempo a la reflexión, sólo se puede escapar y huir de la destrucción. Una obra muy interesante. (3-)